Contaban de aquella ama parroquial que decía que no sabía dónde
estaría la badila del brasero. Juraba y perjuraba que ella con el cura no se acostaba.
Son cosas de alcahuetas cuando hablaban de dormir juntos por el frío y de que la
jodienda no tiene enmienda, comadres que entre remiendo y ganchillo se regocijaban
en la resolana pasando las monótonas soleadas tardes preludio del invierno.
Mientras, el otoño anunciaba la Natividad, tiempo en que María divinamente concebida
paría otro año más. Y repitiendo los mismos juramentos tarde tras tarde la
inocente ama de llaves no comprendía por qué insistían. Lo que la sirvienta eclesial
no sabía, es que, en un descuido, la atrevida y pícara vecina, tiempo atrás, entró en la casa del clérigo y la badila guardaba
bajo la almohada en la impecable cama de la alcoba de la barragana.
jmgd
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