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jueves, 16 de junio de 2011

La Jornada. Amanece.

De una chimenea, en la apalaciada casona del altozano, sale humo que, fustigado por el viento, desaparece casi al instante, atiende la caldera, con buena leña de encina, un hombre, fornido, de mediana edad, a quien las gafas dan aire de ilustrado; la mujer, rubia, de más o menos su estatura, complexión y edad, su apariencia da la imagen de ser firme y de carácter,  se mueve afaenada  de un lado para otro, en la cocina de la casa adjunta; prepara el desayuno; sobre la encimera tiene unos taper’s que rellena con croquetas y otras viandas. Él, de vuelta, restriega las manos para aliviar el frío y las lava con el agua caliente del grifo del fregadero, sacudiéndolas, las seca junto al fuego, atiza la lumbre, se sienta a la mesa y desayuna; descuelga de un clavo del artesonado de la cocina el desollado y frío cordero, lo cuartea, una de las partes traseras la pone en un cubo y la tapa con un trapo, lo demás lo despieza, lo coloca en un barreño de plástico, que cubre cuidadosamente con un paño; sale a recebar el hogar de la caldera, lleva el cubo, emite un silbido que,  con la ventiscas, apenas se oye; se abriga, se cala la gorra vaquera y va a los establos; Aquí te dejo esto, le dice al mozo, que a la vez le responde: Se lleve esa perola. La ternerita ya está de pie chupeteando, dando con el hocico empujones en la ubre de la madre, para que fluya con ímpetu. 

jmgd

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