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miércoles, 12 de enero de 2011

Sólo

¡Mama!
¡No te acerques a él, hijo!
¡Pero si no me hace nada!, me quiere, ¡usted no ve cómo me mira!
¡No vayas!
Con congoja, desde el portal de la casa, le miro con impotencia, él, sólo, en la esquina de la bocacalle,  temeroso y con la mirada perdida, aprieta con fuerzas las grandes tijeras de sastre; delira, dicen, cree que alguien le persigue; pasan las horas hasta que llega la ambulancia, de color blanco y luz rotativa anaranjada, eran ellos, se bajan tres fornidos enfermeros con batas blancas, uno lleva una camisa de fuerza con largas mangas, ¡que no le hagan daño, mama!, le reducen, con ella le atan, me mira, le suben y se lo llevan.
No he ido donde él, me miraba, quería que estuviera a su lado cuando vinieran. Angustiado, le he visitado en una ocasión, recuerdo, las anchas paredes, las fuertes rejas de los altos ventanucos, el grueso portón de madera, tras las puertas de barrotes de después del recibidor, camas de literas en los pasillos amplios, largos, fríos y oscuros, las habitaciones celdas, húmedas y sombrías, las puertas de hierro y sus gruesos cerrojos, las camas de fuertes y despostillados catres con las correas, todo blanco sucio, muchas camisas de fuerza, ¡malditos cuerdos locos!, el sobresalto al repentino sonido metálico de los portazos, y la fobia a los inhumanos gemidos en la soledad inmunda del manicomio.


jmgd

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